¡Mi primer hechizo! Mi primer gran manjar

Hace poco nos invitaron a una fiesta, mi actor de reparto y yo… no estábamos con muchas ganas de enfiestarnos pero a los 30 años a tus amigos hay que cuidar si no quieres solo estar jaja, porque no hay mucho tiempo para hacer amigos nuevos y como dice mi amiga Jess a estas alturas “Somos los que estamos”

Ese día se celebraba que nuestros amigos tenían casa nueva, después de 3 meses de habitarla estaban listos para compartirla, ella es una mujer de esas que son todo: es mamá, es maestra y es escultora, es hija, es amiga y es señora de las lomas. Él, por su parte, es todo también: papá, chef, jefe y hermano. Están juntos por coincidencia, pues él alguna vez la salvó de compartir cuarto con un pervertido y gracias a eso nació el amor. 

En esta cena, con un cruce de miradas mi amiga me pidió que dijera unas palabras para dar sentido a la reunión, casi sin improvisar les agradecí por abrirnos su hogar, preocuparse porque estuviera limpio y sobre todo, por la gran cena deliciosa que acabábamos de degustar. 

Como desgranando un elote, cada uno de los invitados empezaron a brindar y agradecer el gesto. Así, sin quererlo, nos estamos convirtiendo en los señores que celebran cada logro con una cena y un buen vino, los sabritones y cervezas ya nos dan gastritis y colitis, así que hay que adaptarnos o morir. La anfitriona dio un discurso muy elocuente que terminó con lágrimas y una invitación abierta a crashear su sillón en cualquier ocasión. 

Así que en coro pedimos al anfitrión que nos regalara unas palabras, que reafirmara la invitación hecha por ella… él, como les cuento, es todo pero también es tímido… por lo que muy acertadamente dijo “Mi discurso de bienvenida es la cena servida” y como remate de un gran chiste al fondo se escuchó “¡Que poema tan cabrón!” Reímos y seguimos platicando, inevitablemente entre grupitos que se arman cuando la reunión es muy grande. 

Pero no me quedé tranquila, y aferrada a escuchar palabras gustosas del anfitrión pregunté “si la comida es tu lenguaje, pláticanos pues ¿cuál es el recuerdo más antigüo de haber cocinado algo que gustara y apapachara?”. Ahí sí, él perdió la timidez y nos contó su anécdota: los aplausos de su abuela tras probar una salsa que el anfitrión de chiquitito preparó, logrando que no quedara ácida. Su sonrisa era grande y en sus ojos se asomó el niño que logró aquella gran hazaña, todos volvimos a elogiar los Sandwiches de Rib eye de esa noche y seguimos platicando. 

Yo, aferrada como soy, me quedé con esa pregunta: ¿Cuándo fue la primera vez que cocinaste algo que apapachó? La verdad no lo recuerdo, sé que ahora tengo una gran sazón y no duden que los rollitos de mi vientre y mis rosados cachetes sean solo resultado del aprecio que tengo por mi propia cocina. Sin embargo, sí recordé el primer momento de mi vida donde la creatividad con la comida me coronó como la reina del munch.

Cuando tenía siete años, mis papás, aún juntos y cultivando su relación (¡Que desperdició! Pensarán ahora), tenían una noche de cita una vez por semana. Esa noche era LA NOCHE, pues podíamos elegir todo ¿Qué hacer, cuándo y dónde? Lo recuerdo como si hubiera sido ayer: canal cinco anunció la película de los perros doberman que robaban un banco. 

Corrimos a la cocina, mis hermanos y yo, para no perdernos ni un segundo de la transmisión. Como siempre, el más grande empezó a hacerse un sandwich pero no olvidemos que esa era LA NOCHE, entonces no fue un sándwich ni de uno ni de dos pisos: superó la marca que hasta entonces había sostenido; a diferencia de hoy, que apreciamos el maridaje del jitomate y el germinado de trigo con el pan y la mayonesa, en ese momento se trataba de cuantas rebanadas de queso y jamón podías apilar sin que se cayera. 

Como resultado de algún cumpleaños, teníamos las sobras de un gran y chocolatoso pastel. Entonces, mi hermana por su parte se debatía entre si cenar sandwich o pastel, pensaba en voz alta y decía “No, mejor un sandwich, me voy a llenar más”, después recapacitaba “…pero se van a terminar el pastel, mejor me lleno de pastel.” Y ella dudando entre dulce o salado, me dejaba a mi con la única opción que se me hizo plausible, así que propuse “Un sandwich de pastel.” Si bien no recuerdo su sabor, si nos recuerdo a los tres mensos anonadados por los doberman, dando mordidas enormes a los sándwiches de pastel, que al final elegimos todos. 

Recuerdo el momento en que mis hermanos aplaudieron a mi genio y cómo ese se convirtió en uno de los recuerdos más importantes de mi infancia. Bien dicen que nunca sabes lo que puede marcar a un niño y es verdad, esa fue una noche de cita que marcó para siempre mi existencia y además de encontrar este recuerdo con el hashtag #creatividadenlacomida, lo encuentro también en #mishermanossonmismayoresfans, #pastel #chocolatoso pero estos dos últimos no tienen mucha importancia. 

Han pasado los años y aunque un sándwich de pastel no me suena una gran idea, puedo decir que ahí inició uno de mis más grandes placeres. Es difícil de explicar, y me imagino que todavía un poco más difícil de entender pero que alguien pruebe alguna de mis creaciones y su primera reacción sea yuuuuuummmm… me hace sentir una gran alegría, como si pudiera dar un abrazo tántrico o un cariñito mental. 

Ahora, convirtiéndome en mi madre y mis abuelas, hago citas para hacer galletas con mi mejor amiga a la que sorprendo cuando me ve hacer hasta la mermelada desde cero. O cuando le digo a mi otra mejor amiga “Te traje algo que hice, espero te guste” y recibo un whatsapp a las horas con un lenguaje florido alabando mi creación y pidiéndome la receta, pues aunque nunca lo va a cocinar, ella, como si me leyera sabe lo mucho que disfruto hablar de mis combinaciones y menjurjes sin parar.

Soy mi madre y mis abuelas, que hasta un plato de frijoles pueden adornar, con cilantro o cebolla o con amor, quizás. Hoy soy esa y me encanta. Ven a cenar, creo que tengo algo que te va a gustar.


Descubre más desde La vida que vale la pena vivir

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

Deja un comentario